Peregrinos




«Todos somos peregrinos»: esta frase, profusamente citada en la historia de los viajes, refleja con total acierto las circunstancias. El turismo vive de la creación  de una topografía sagrada» (Eric J. Leed), es decir, de señalar ciertos lugares que son dignos de verse en razón de algún acontecimiento extraordinario. El lugar turístico es el lugar «auténtico», cuyo significado en la tradición es definido y reproducido en forma de imágenes, relatos y souvenirs, y transmitido de nuevo en cada ocasión.  

Dieter Richter. El Sur. Historia de un punto cardinal

Este fin de semana regreso a Valencia para participar en el IX Congreso Internacional de Asociaciones Jacobeas, que, en esta edición, lleva por título «El Mediterráneo en el origen», queriendo poner de manifiesto el germen de nuestra cultura europea, más allá de los itinerarios de peregrinaje que nacen en la Edad Media.

Hablaré de la relación entre la recuperación de la modernidad en la arquitectura gallega y un momento clave: El Año Santo de 1954, que coincide con el fin del aislamiento internacional en España tras la firma de los acuerdos con Estados Unidos y el Vaticano. En torno a la vía de peregrinación jacobea en general y a la ciudad de Santiago en particular irán surgiendo un conjunto de proyectos y eventos que rompen radicalmente con los planteamientos autárquicos, iniciándose un proceso de renovación que se desarrollará y completará en las décadas siguientes.

Resulta curioso revisar los diversos «peregrinajes» que se superponen en ese período: Al itinerario histórico se vinculan diversos proyectos modernos; sus autores viajan más allá de nuestras fronteras buscando nuevas ideas y formas (y ahí renacerá la peregrinación clásica a Roma y a sus Academias), y en conjunto, entre todos, se va trazando el camino de regreso a la modernidad.

Gerardo Salvador Molezún

Gerardo Salvador Molezún y José Ramón Menéndez de Luarca: Fundación del Canal de Isabel II, Madrid

Cuando me preguntan acerca de lo más valioso que he encontrado a lo largo de estos años de estudios sobre la segunda modernidad, siempre respondo: «las personas». Gracias a mi investigación he tenido la oportunidad de conversar con notables arquitectos, historiadores, delineantes, archiveros... que me han aportado su visión directa sobre todo el proceso. Muchas veces es la propia familia del autor quién ofrece su testimonio complementario, enriqueciendo todavía más los hallazgos.

Conocí a Gerardo Salvador Molezún hace poco más de un año. Antes me habían hablado mucho sobre él: Pilar Rivas en el Servicio Histórico del COAM; compañeros y amigos suyos como Rafael Baltar o Estrella Medina. Pero no fue hasta el verano del 2010 cuando nos reunimos en Oleiros para conversar sobre la obra de su tío, Ramón Vázquez Molezún y sobre sus trabajos conjuntos.

Recuerdo en detalle aquella tarde: El encuentro en Bastiagueiro, el paseo hasta Santa Cruz de Mera, la precisión y el cariño con el que recordaba sus proyectos mientras el sol caía sobre el puerto coruñés. Terminamos hablando de su familia, de lo mucho que había aprendido de su tío y de cómo su hija había continuado con la tradición familiar de dedicarse a la arquitectura.

Hace unos días, Madal —hija del pintor que compartió con él aquel pensionado doblemente gallego en la Academia de España en Roma— me informó de su fallecimiento. Coincidió con la lectura de un artículo sobre la redacción de necrológicas, dónde el autor defendía que «por su propia esencia, deben escribirse en caliente, lo que se hace despues son estudios, ensayos, homenajes, algo en todo caso diferente y que corresponde a otros géneros».

Decidí enseguida transformar su recuerdo en palabras, dejando constancia de su valiosa aportación en mi investigación. Una aportación que se suma a la de otros muchos nombres, a los cuales me gustaría homenajear con la conclusión del trabajo. Después de todo, las obras pueden sobrevivir, transformarse o desaparecer, pero las personas son irremplazables. 

La ciudad invisible

Esta semana —coincidente con la celebración de la Semana de la Arquitectura en Coruña— he tenido la oportunidad de participar en el II Ciclo de conferencias sobre restauración del patrimonio arquitectónico organizado por el Departamento de Composición de la Universidade da Coruña. 

Esta segunda edición tenía como tema «La ciudad histórica», y homenajeaba al profesor Fernando Chueca Goitia al cumplirse cien años de su nacimiento. Los inivitados Ferdinando Maurici y Fernando Branco nos han hablado de las ciudades islámicas en Sicilia y Portugal respectivamente, mientras que Pedro Navascués y José Ramón Alonso nos han recordado la relevancia de Fernando Chueca como arquitecto, como docente y, sobre todo, como persona.

En las conferencias de inauguración y clausura, el catedrático José Ramón Soraluce y yo hemos explicado la problemática de la ciudad histórica en dos casos gallegos: Allariz y Betanzos, para completar este último con una visita en la jornada final y poder observar in situ las diferentes actuaciones.

En mi intervención he señalado que, a diferencia de otros ponentes, no he conocido personalmente a Fernando Chueca, sin embargo, me considero un discípulo suyo a través de dos vías: primero, por la influencia de sus trabajos —de los que siempre destaqué su carácter profundamente didáctico— y segundo, mediante mis profesores, que han sido a su vez discípulos directos de Chueca y así lo han querido reconocer abiertamente a lo largo de sus clases.

Durante la ponencia, presenté la ciudad histórica como un patrimonio vivo; un patrimonio al que le afectan los problemas de los ciudadanos que demandan la ciudad sobre la historia, y que, al mismo tiempo, posee sus propios conflictos, inherentes a su condición de historia y con los que los ciudadanos deben convivir diariamente.

Considerando el patrimonio como algo vivo, conviene recordar los tres tiempos en los que Séneca dividía a la vida y trasladarlos al concepto del patrimonio: Pasado, presente y futuro. «De éstos, —decía Séneca— el presente es brevísimo; el futuro, dudoso; el pasado, cierto». El patrimonio posee también esos tres momentos, cada uno con su problemática diferenciada pero complementaria: El pasado supone el problema de la conservación, de saber recibir adecuadamente aquello que nos legan las generaciones precedentes. El presente supone el problema del mantenimiento, del uso, de la acción inmediata. El futuro supone el problema de decidir nuestro propio legado, y también aquello que, como arquitectos, nos toca más próximos: el problema del proyecto, de prefigurar su existencia venidera.

Terminé mi intervención con la invitación a la visita del día siguiente, una invitación tomada de Las Ciudades Invisibles y, con permiso de Calvino, modificando el nombre de la protagonista. Esa invitación finalizaba con el siguiente texto: «Para no decepcionar a los habitantes hace falta que el viajero elogie la ciudad de las postales y la prefiera a la presente, aunque cuidándose de contener dentro de límites precisos su pesadumbre ante los cambios: reconociendo que la magnificencia y prosperidad de Brigantia convertida en metrópoli, comparada con la vieja Brigantia provinciana, no compensan cierta gracia perdida, que sin embargo se puede disfrutar ahora sólo en las viejas postales, mientras que antes, con la Brigantia provinciana delante de los ojos, de gracioso no se veía realmente nada, y mucho menos se vería hoy si Brigantia hubiese permanecido igual, y que de todos modos la metrópoli tiene este atractivo más: que a través de lo que ha llegado a ser se puede evocar con nostalgia lo que fue».